¿Qué tan bueno tienes que ser entre los buenos para que Google te contrate?
La semana en que se marchaba de Google, Gonzalo Begazo, uno de los siete responsables de los estados financieros de esta compañía, se topó con Larry Page y Sergey Brin saliendo de una sala de reuniones. Era un mediodía de abril de 2011 en California, y los dos fundadores de Google se dirigían a otra sala para anunciar a Wall Street el récord de rentabilidad que la empresa había alcanzado. Se estrecharon la mano y, en tiempos en que otros empleados abandonaban esta empresa por trabajos en Facebook y Twitter, Page y Brin felicitaron a Begazo por regresar a su país. Los dueños de la mayor empresa de internet del mundo vestían blue jeans y camisetas oscuras, con esa sencillez de dibujos animados que es un cliché de los mitos de la industria tecnológica. El hombre que supervisaba las finanzas de la página web más visitada del planeta llevaba un look demasiado formal para el ambiente de campus universitario que se respira en Google. Se despidió de sus jefes multimillonarios con un nuevo apretón de manos y por primera vez les pidió un favor.
—¿Puedo hacerme una foto con ustedes?
Page y Brin se miraron desconcertados.
—¿Para qué quieres una foto nuestra? —le dijo Page—. Nosotros nunca nos tomamos fotos.
—Lo sé —respondió Begazo—. Pero ya me voy.
Los inventores de Google siguieron caminando hacia la otra sala.
Él insistió.
—¿Y si les tomo una foto de espaldas?
El hombre que le cuidaba los bolsillos a Google dejó la empresa con una foto de sus dos jefes máximos dándole la espalda. Dice que no la puede publicar pero habla de ella cuando lo invitan a dar charlas sobre el tiempo que pasó trabajando en la empresa de Mountain View. El secretismo es un acuerdo que respetan todos los googlers, incluso cuando llevan años fuera de la compañía. Lo que pasa en Google se queda en Google. Begazo nunca declarará cuánto dinero ganaba ni de cuántos despidos fue testigo ni qué problemas tenía el prototipo de teléfono Android que él probó en secreto. Un googler que se ha ido se convierte en un xoogler: está fuera pero sigue siendo parte del clan.
Para entrar a trabajar a Google, Begazo debió pasar por diez entrevistas. Las primeras tres fueron por teléfono. Duraron una media hora cada una. Cada año un millón de hojas de vida llegan a la empresa. En los primeros tiempos podían entrevistar hasta veintinueve veces a un candidato antes de hacerle una oferta. A Begazo lo llamaban a su casa de Seattle por la noche, cuando volvía de su trabajo como gerente de finanzas en Digeo, la empresa de video digital de Paul Allen, uno de los fundadores de Microsoft, a la que llegó luego de tres años trabajando para el gigante de Bill Gates. En las entrevistas con la gente de Google, les contó que había crecido a casi cuatro mil metros de altura en un pueblo minero en la sierra del Perú, que sabía algunas palabras en quechua, que jugaba al golf desde los nueve años, que su equipo preferido de fútbol era el Real Madrid y que jugaba de volante de contención, que su vino favorito era el Condado de Haza de la Ribera del Duero y que durante su maestría en negocios en la Universidad de Cornell llevó un semestre de enología. Cuando esa primera ronda llegaba al final, una de las entrevistadoras le lanzó una pregunta decisiva: ¿qué es lo más interesante que puedes contarme en este momento?
En las empresas líderes de Silicon Valley la excelencia académica está descontada. Si como Begazo, habías trabajado en Arthur Andersen, IBM, Goldman Sachs, Microsoft y Digeo antes de cumplir los treinta y tres años, tu capacidad profesional es una obviedad en la que no hace falta detenerse tanto. Una vez Larry Page dijo que cualquier nuevo empleado de Google debía ser capaz de engancharlo con una conversación fascinante si se encontraban de pronto atrapados en un aeropuerto. Cuando la mayor empresa de internet del mundo sale a la caza de talentos, lo que busca va más allá de la genialidad. Para siquiera ser considerados, los candidatos deben haber salido de las más prestigiosas universidades y con las mejores calificaciones. Pero eso no es suficiente: Google busca algo tan peculiar que lo llama «googliness», un conjunto de virtudes convertidas en un solo sustantivo. Según cuenta Steven Levy en su libro IN THE PLEX, donde narra la historia del buscador que se convirtió en la empresa más rentable de internet, cuando en sus inicios buscaban un responsable internacional de ventas, la encargada de reclutarlo no podía decidirse. Hasta que vio en la hoja de vida de uno de ellos que había sido campeón de futbolín en Italia. «Eso es bueno —dijo Sergey Brin—. Podemos contratarlo». Cuando la reclutadora le preguntó qué era lo más interesante que podía contarle en ese momento, Gonzalo Begazo respondió: «Colecciono chullos, mantas y quipus antiguos». Hasta donde sabemos, los Incas no tenían alfabeto. Tenían un sistema de contabilidad al que llamaron quipu y que se basaba en nudos de distintos grosores en cuerdas de colores. «Es mi conexión tecnológica con el mundo andino», dijo mientras me mostraba una colección de ellos en su casa de Lima. Begazo había nacido en Arequipa pero creció en La Oroya, el pueblo minero de Los Andes del Perú. Durante un discurso que en 2011 dio a los graduados de la Universidad del Pacífico, donde él había estudiado, el ex Director de Finanzas de Google les pidió que lo ayudaran a crear un Quipu Valley. Los quipus, dice él, que se graduó en Administración de Empresas y Contabilidad, son la herramienta tecnológica más avanzada que jamás haya inventado alguien nacido en el Perú. Todavía hoy nadie sabe cómo funcionaban. Begazo, el contador de la empresa que ha sabido encontrar respuestas para casi cualquier pregunta, aguarda el momento en que alguien devele el misterio de esos nudos.
Unos científicos en Harvard han intentado hacerlo con un algoritmo parecido al que utiliza Google para evaluar la relevancia de las páginas encontradas durante una búsqueda. La compañía de Page y Brin sabe que ha encontrado la respuesta perfecta para ti porque esa página fue cliqueada por otros que buscaban lo mismo. Cuando la empresa ubicada en Mountain View empezó a reclutar talento, pidió a sus empleados que recomendaran a colegas con los que hubieran trabajado. Si contrataban a tu recomendado, recibías un bono de dos mil dólares. Dos amigos con los que había trabajado en Microsoft recomendaron a Begazo. «Si me contratan —les dijo en broma—, nos dividimos el bono». Sus amigos respondieron que mejor lo invitaban a cenar. Esa cena nunca ocurrió. En los años siguientes, almorzaron juntos en las más de veinte cafeterías que existen en el campus de Google en California.
Lloyd Martin, el director de Finanzas y Contabilidad que eligió a Begazo como gerente en su área, había sido policía y jugador de béisbol profesional. Juntos, director y gerente, contratarían tiempo después a un tipo que en la oficina vestía blue jeans y camisetas con cuello pero cada sábado por la noche se convertía en una reencarnación de Ozzy Osbourne. En el equipo había además un ex atleta olímpico. Cuando Begazo cayó en cuenta del factor googliness, muy intrigado, le preguntó a su jefe qué había visto en él. Lloyd Martin, quien mide dos metros y había leído tres libros sobre Perú para entrevistarlo, respondió:
—¿Dónde has visto a un peruano que ha trabajado en IBM, en Goldman Sachs, Microsoft y en Silicon Valley? Cuando eres elegido, Google te llama por teléfono, te felicita, te envía un contrato de oferta económica y una camiseta negra con su logo. Como el primer hijo de Begazo acababa de nacer, también le enviaron un enterizo para el bebé. Cuando pisas la oficina, recibes una gorra boba que lleva los colores de la compañía, una hélice en la coronilla y la leyenda Noogler («new Googler») en la frente. Como todos los novatos, debes ponértela el viernes de esa primera semana durante la reunión TGIF («Gracias a Dios es Viernes»), en la que los directores Page y Brin hablan de lo ocurrido en esos cinco días y se someten a las preguntas de sus empleados. También atan a tu silla un globo amarillo de helio con una carita feliz que sobrevuela tu escritorio. El globo debe permanecer allí hasta que se desinfle solo. «Ese es el tiempo que te queda para hacer preguntas», te dicen los jefes. «Y hay que cruzar los dedos —recuerda Begazo—. El mío tardó una semana en desinflarse». En Google —donde se respira un ambiente de aparente libertad sazonado con comida gratuita, masajistas, clases de yoga y peluqueros a disposición— todo está diseñado para que ninguna preocupación exterior distraiga tu trabajo. La empresa que se ufana de dar libertad creativa total a sus empleados controla con un globo infantil el tiempo que tienen para hacer preguntas. La compañía que gana millones respondiendo preguntas de todo el mundo espera que sus empleados aprendan pronto a responderlas por sí solos.