¿Por qué seguir leyendo la carta de un restaurante
después de acabar su comida?
No se sabe cuál fue la última cena de miss Frank E. Buttolph. Es posible que, debido a la neumonía, no tuviera apetito aquella noche. Pero en vida siempre quiso saber qué ofrecían para comer los restaurantes del mundo: pasó el último cuarto de siglo de su vida coleccionando cartas de menús. Su curiosidad por las veinticinco mil que reunió hasta el momento de su muerte comenzó el primer día del siglo veinte, mientras almorzaba en el Columbia, un restaurante ubicado frente a Union Square, en el corazón de Manhattan. No fue el plato del día lo que la excitó, sino —según dijo— la fecha: el siglo empezaba un lunes. Era el 1 de enero de 1900, y al mirar el menú se sintió «como si hubiera sido trasladada a Marte». Una semana después llevó la idea a la Biblioteca Pública de Nueva York. El director no sólo aceptó su propuesta, sino que hizo que la fijación de miss Buttolph pasara a mayores: le ofreció dirigir ad honorem la colección que hasta hoy lleva su nombre: la Buttolph Collection. Con su obsesión vuelta oficio y rutina, la mujer reunió casi un millar de menús en poco más de un mes y comenzó así una de las mayores colecciones de cartas de restaurantes conocida en el mundo. No hay constancia de que el peso o las curvas de miss Buttolph aumentaran conforme crecía su colección. Al parecer, su manía por las cartas de restaurantes no respondía a su apetito por la buena mesa, sino a su afán por documentar el devenir gastronómico de su tiempo. Convirtió su trabajo en la única razón de su existencia: «Siempre guiada por la visión de los estudiantes de historia, que algún día dirán ‘gracias’ a mi nombre y mi memoria», escribió Frank E. Buttolph meses antes de morir. Había pasado más tiempo de su vida mirando los menús que comiendo.
Una carta es un artefacto comercial. Los restaurantes las escriben para despertar nuestro apetito, pero sobre todo para vender sus platos. Jim Heinmann, editor del libro Menu design in america, sostiene que el menú se ha convertido en una herramienta de marketing, una oportunidad para construir una marca, un indicador de la cocina, un barómetro del gusto y una pieza efímera convertida en tesoro. Para evitar ofender se recomienda no referirse a los menús como «listas de precios» en presencia de restaurateurs y artistas de la gastronomía. «La escritura de los menús es un arte pocas veces apreciado», se queja el cocinero Mario Batali. Una vez declaró que se invierte una cantidad increíble de tiempo y pensamiento elaborándolos. Pocos comensales reparan en ello. La mayoría preferiría no perder más de cinco minutos escogiendo su plato. Algunos hasta tienen el descaro de ceder la elección de lo que van a comer al camarero o al acompañante de turno. Un comensal que apenas mira la lista y pide «lo de siempre» es síntoma del fracaso de una carta de menú.
Los menús de restaurantes documentan su propia época. Son testigos de tendencias sociales, costumbres, hábitos de consumo, y de los antojos y manías de una sociedad. Rebecca Federman, la mujer a cargo de las colecciones culinarias de la biblioteca de Nueva York, cuenta que historiadores, novelistas, críticos gastronómicos y aficionados a la comida consultan su archivo para responder a una simple pregunta: qué come la gente cuando come fuera. Gracias a los menús de Buttolph unos periodistas de economía graficaron la evolución del precio del filete mignon en el lujoso Delmonico’s de Manhattan durante un siglo. Una bióloga marina los ha consultado para entender los ciclos de pesca y depredación marina. Un curioso puede descubrir que en 1918 la Sociedad Americana de Magos tuvo un banquete presidido por Houdini, en el que se sirvió un exquisito filete de lubina. Los historiadores del futuro encontrarán que a finales del siglo XX empezaron a volverse populares los menús con indicadores no sólo de precios sino también de calorías por plato. La historiadora culinaria Alison Ryley, que trabajó en la biblioteca de Nueva York, estudió en detalle el legado de Buttolph y escribió «Notes Toward a Menu History of New York City». En su rastreo, por ejemplo, reconstruye la evolución de la industria de la gastronomía de finales del siglo diecinueve, encuentra que los primeros menús vegetarianos en la colección datan de mediados del siglo veinte y que la Ley Seca resultó fatal para los restaurantes de alta cocina, que no pudieron subsistir sin la venta de alcohol. Otro investigador descubrió que miss Buttolph sólo coleccionaba menús de restaurantes chinos en la fecha del año nuevo chino. Años antes había dicho a un periodista que no le importaba en lo más mínimo la comida.